Versión española de The War and the Spectacle.Traducción de Esther Quintana revisada por Ken Knabb (1999).
El montaje de la guerra del Golfo fue un claro ejemplo de lo que los situacionistas llaman el espectáculo — el desarrollo de la sociedad moderna hasta el punto en el que las imágenes dominan la vida. La campaña de relaciones públicas fue tan importante como la militar. La manera en que la táctica escogida fuese presentada en los medios de comunicación tenía un importante valor estratégico. No importaba tanto el valor “quirúrgico” del bombardeo como su cobertura por los medios de comunicación; si las víctimas no aparecían era como si no existieran. El efecto “Nintendo” funcionó tan bien que los eufóricos generales tuvieron que tomar precauciones contra el exceso de euforia general, por miedo a que cualquier fallo en su estrategia pudiera provocar una desilusión posterior. Las entrevistas con los soldados en el desierto revelaron que ellos, como los demás, dependían casi totalmente de los medios de comunicación para conocer lo que supuestamente estaba ocurriendo. El dominio de la imagen sobre la realidad fue percibido por todo el mundo. Una parte importante de la cobertura se dedicó a la “cobertura de la cobertura”. Dentro del espectáculo mismo se presentaron debates superficiales sobre el nuevo grado obtenido por la espectacularización universal instantánea y sus efectos sobre el espectador.
El capitalismo del siglo XIX produjo una alienación que separó a la gente de ellos mismos y de los demás al haberlos apartado previamente de los productos que generaban. Esta alienación fue en aumento a medida que estos productos se iban convirtiendo en espectáculos contemplados de forma pasiva. El poder de los medios de comunicación es sólo la manifestación más obvia de este desarrollo; en un sentido amplio, el espectáculo es todo lo que, desde el arte hasta los políticos, se ha convertido en “representaciones” autónomas de la vida. “El espectáculo no es una colección de imágenes, es una relación entre las personas mediatizada por las imágenes” (Debord, La Sociedad del Espectáculo).
Además de los beneficios del comercio de armas, del control del petróleo, de las luchas de poder internacionales y de otros factores que han sido tan ampliamente debatidos que no necesitan comentario alguno, la guerra implica contradicciones entre las dos formas básicas de la sociedad del espectáculo. En el espectáculo difuso la gente se encuentra perdida entre la variedad de exhibiciones, mercancías, ideologías y estilos distintos que se presentan para su consumo. El espectáculo difuso surge en sociedades donde reina la pseudoabundancia (EE.UU. es el prototipo y, de momento, el líder mundial indiscutible en producción de espectáculo, a pesar de su declive en otros aspectos), pero esta forma de espectáculo se extiende a través de los medios de comunicación a otras zonas menos desarrolladas, donde actúa como una auténtica forma de dominio.
El régimen de Sadam es un ejemplo de la forma opuesta: el espectáculo concentrado. En él se condiciona a la gente para que se identifique con la imagen omnipresente de su líder totalitario, en compensación por estar prácticamente privada de todo lo demás. Esta concentración de imágenes está normalmente asociada a una concentración de poder económico, capitalismo de estado, en el que el mismo estado se ha convertido en la única empresa capitalista propietaria de todo (tenemos ejemplos clásicos en la Rusia de Stalin y en la China de Mao); puede aparecer también dentro de las economías mixtas del tercer mundo (como el Irak de Sadam) o incluso, en época de crisis, dentro de economías altamente desarrolladas (como la Alemania de Hitler). Pero en conjunto, el espectáculo concentrado es un burdo recurso provisional para zonas que todavía no son capaces de sustentar la variedad de ilusiones del espectáculo difuso, y a la larga acaba por sucumbir a este último, que es más flexible (como ha pasado recientemente en Europa Oriental y en la Unión Soviética). Al mismo tiempo, la forma difusa tiende a incorporar ciertos rasgos de la concentrada.
La guerra del Golfo ha reflejado bien esta convergencia. El mundo cerrado del espectáculo concentrado de Sadam se diluyó bajo los focos globales del espectáculo difuso, mientras él usó la guerra como pretexto y campo de experimentación de tradicionales técnicas de poder típicamente “concentradas”: censura, puesta en marcha del patriotismo, supresión de la disidencia. Pero los medios de comunicación están tan monopolizados, son tan penetrantes y (a pesar de algunas quejas simbólicas) están tan al servicio de la política de los dirigentes, que los métodos abiertamente represivos apenas fueron necesarios. Los espectadores, que en realidad pensaban que expresaban sus propios puntos de vista, repetían como loros las frases propagandísticas y debatían asuntos secundarios que los medios de comunicación habían imbuido en ellos día tras día, y como en cualquier otro espectáculo deportivo “apoyaban” y animaban fielmente al equipo de casa en el desierto.
Este dominio de los medios estuvo reforzado por el propio condicionamiento interno del espectador. Cuando la gente está reprimida social y psicológicamente, es fácil atraerla a espectáculos de violencia, que permiten a sus acumuladas frustraciones explotar en orgasmos de orgullo y odio colectivo socialmente aceptables. Al estar privados de logros significativos en su propio trabajo y en su ocio, participan indirectamente de las empresas militares que tienen un indiscutible efecto real. Como carecen de una comunidad genuina, se emocionan ante la idea de compartir un proyecto común, aunque sólo sea el de luchar contra el mismo enemigo, y reaccionan con enfado ante cualquiera que contradice su imagen de unión patriótica. La vida del individuo puede ser una farsa, la sociedad puede estar descomponiéndose, pero todas las complejidades y dudas quedan temporalmente olvidadas en la seguridad personal que le procura la identificación con el estado.
La guerra es la expresión más fiel de lo que es el estado y es su refuerzo más poderoso. Así como el capitalismo debe crear necesidades artificiales para sus mercancías cada vez más superfluas, el estado debe crear sin cesar conflictos artificiales de intereses que requieran su violenta intervención. El hecho de que el estado casualmente provea unos cuantos “servicios sociales” camufla simplemente su naturaleza fundamental de “protector chantajista”. La guerra entre dos estados produce el mismo resultado final que si cada uno hubiera combatido a su propio pueblo, el cual tiene luego que pagar impuestos para los gastos. La guerra del Golfo fue un ejemplo especialmente horrendo: varios estados vendieron ávidamente miles de millones de dólares en armas a otro estado, después masacraron a cientos de miles de reclutas y civiles en nombre de una neutralización de su inmenso y peligroso arsenal. Las corporaciones multinacionales que son dueñas de estos estados pueden ahora ganar miles de millones de dólares reponiendo armamento y reconstruyendo los países que han arrasado.
Cualesquiera que sean las complejas consecuencias de la guerra en Oriente Medio, una cosa es cierta: el primer objetivo de todos los estados y de los que se están gestando, muy por encima de todos sus intereses discordantes, será aplastar o absorber cualquier movimiento popular auténticamente radical. En este tema, Bush y Sadam, Mubarak y Rafsanyani, Shamir y Arafat son todos cómplices. El gobierno americano, que hipócritamente insistió en que su guerra “no era contra el pueblo de Iraq sino contra su brutal dictador”, ha dado ahora “luz verde “ a Sadam para destruir y torturar a los iraquíes que se alzaron valientemente contra él. Algunos oficiales americanos admiten abiertamente que prefieren el mantenimiento de un régimen militar-policial en Iraq (con o sin Sadam) a cualquier forma de independencia democrática que podría “desestabilizar” la zona, es decir, que pudiera animar a sus vecinos a hacer lo mismo contra sus propios gobernantes.
En América el “éxito” de la guerra ha desviado la atención de los agudos problemas sociales que el sistema es incapaz de resolver, a la vez que ha reforzado el poder de las tendencias militaristas entre los dirigentes y la autocomplacencia de los espectadores patrióticos. Mientras estos últimos están ocupados observando las reposiciones de la guerra en los medios de comunicacion y exultantes ante los desfiles victoriosos, la cuestión más importante que nos queda por saber es qué hace la gente que percibe todo este entramado.
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Lo más significativo en el movimiento contra la guerra del Golfo fue su inesperada espontaneidad y diversidad. En el espacio de unos días cientos de miles de personas de todo el país, la mayoría de las cuales nunca antes había estado en una manifestación, iniciaron o tomaron parte en sentadas, bloqueos, conferencias informales y en una gran variedad de acciones diversas. En febrero las organizaciones que habían convocado las marchas de enero — algunas facciones de los que normalmente habrían tendido a formar una “unidad popular” bajo su propia estructura burocrática — reconocieron que el movimiento estaba muy lejos de su control o de ser centralizado, y acordaron dejar las riendas a la iniciativa de las bases locales. La mayoría de los participantes habían considerado las grandes manifestaciones simplemente como puntos de encuentro, mientras permanecían mas o menos indiferentes ante las organizaciones oficialmente a cargo (a menudo ni siquiera se molestaban en escuchar sus peroratas). La interacción real no era entre el estrado y la audiencia sino entre los mismos individuos, que llevaban pancartas caseras, que repartían sus propios folletos, tocaban su música, hacían teatro en la calle, discutían sus ideas con amigos y extraños, y descubrían un sentido de comunidad frente a la locura.
Sería un triste despilfarro de energía si estas personas se convirtieran en simples números; si se dejasen embaucar en proyectos políticos de orden cuantitativo que reducen todo al mínimo común denominador; si pidieran monótonamente votos para elegir políticos “radicales” que inevitablemente los traicionarían; si se dedicasen a recoger firmas de apoyo de leyes progresistas que, aunque se aprueben, suelen tener poco efecto, a conseguir colegas para manifestaciones cuyo número será, de cualquier manera, rebajado o ni siquiera citado por los medios de comunicación. Si ellos quieren oponerse a un sistema jerárquico deben rechazar la jerarquía en sus propios métodos y relaciones. Si quieren acabar con el aletargamiento producido por este continuo espectáculo, deben usar su propia imaginación, sus propias ideas. Si quieren incitar a otros, ellos mismos deben arriesgarse a experiencias comprometidas.
Los que observaron la dinámica de la guerra se dieron cuenta, si no se habían dado antes, de lo mucho que los medios de comunicación falsean la realidad. La participación personal en el tema hizo este apercibimiento mucho más intenso. Tomar parte en una marcha por la paz de cientos de miles de personas y ver que se le dedica el mismo tiempo en los medios de comunicación que a una manifestación a favor de la guerra de unas docenas de personas es una experiencia instructiva. Te pone delante la extraña irrealidad del espectáculo, así como te hace cuestionar la conveniencia de las tácticas basadas en la propagación de puntos de vista radicales a través de los medios de comunicación. Incluso cuando la guerra estaba todavía en marcha, los manifestantes vieron que tenían que enfrentarse con estas cuestiones, y en incontables discusiones y simposios sobre “la guerra y los medios de comunicación” examinaron, no sólo las descaradas mentiras y el claro encubrimiento de información, sino los más sutiles métodos de distorsión utilizados: uso de imágenes cargadas de emoción, aislamiento de un hecho de su contexto histórico, limitar el debate a opciones “realistas”; presentar puntos de vista opuestos de manera trivial, personificación de complejas realidades (Sadam = Iraq); objetivación de las personas (“daños colaterales”), etc. Estos análisis continúan y están dando lugar a una verdadera industria de artículos, discursos y libros que analizan todos los aspectos de la falsificación que hacen los medios de comunicación.
Los más ingenuos ven estas falsificaciones como simples errores o desvíos que podrían ser corregidos si gente suficiente telefoneara para quejarse, o, en su lugar, presionaran a los medios de comunicación para que presentasen una gama más amplia de puntos de vista. En su aspecto más radical esta perspectiva se expresa en la limitada pero sugestiva táctica de formar piquetes frente a un medio concreto.
Algunos, conscientes de que los medios de comunicación están en manos de los mismos intereses que dominan el estado y la economía y así inevitablemente servirán a sus propios intereses, se concentran en divulgar a través de los medios de comunicación alternativos la información que se ha ocultado. Pero el exceso de información sensacionalista constantemente lanzada en el espectáculo es tan sofocante, que la revelación de una nueva mentira, escándalo o atrocidad, rara vez conduce a algo más que a incrementar la depresión o el cinismo.
Otros tratan de romper esta apatía recurriendo a técnicas de manipulación de la propaganda y la publicidad. Se cree, por ejemplo, que una película antimilitarista tiene un efecto “poderoso” si presenta un aluvión de los horrores de la guerra. El efecto real subliminal de tal descarga es si acaso pro-militarista. El espectador queda atrapado en una irresistible avalancha de caos y violencia (mientras permanece confortablemente sentado contemplándolo) y eso es precisamente lo emocionante de la guerra para los espectadores hastiados. Agobiar a la gente con una rápida sucesión de imágenes que tocan puntos sensibles sólo les confirma en su habitual sensación de incapacidad ante un mundo mas allá de su control. Espectadores con una máxima capacidad de atención de treinta segundos pueden quedar momentáneamente invadidos por una repulsión hacia la guerra a causa de las imágenes de niños bombardeados con napalm, pero también pueden fácilmente dejarse llevar por un arrebato fascista a la vista de otras imágenes al día siguiente — por ejemplo, imágenes de personas que queman una bandera.
A pesar de sus mensajes aparentemente radicales, los medios de comunicación alternativos han reproducido generalmente la relación dominante espectáculo-espectador. Lo importante es socavarla — combatir en primer lugar el condicionamiento que hace a la gente susceptible de ser manipulada por los medios de información. Lo cual significa en definitiva combatir la organización social que produce este condicionamiento, y que convierte a las personas en espectadoras de aventuras prefabricadas porque se les ha impedido crear las suyas.
BUREAU OF PUBLIC SECRETS 3 abril 1991